
Atrapada entre la intensidad del día a día de la vida académica y la conflictividad del país que se ha reflejado a lo interno con las recientes tomas de edificios, en el 2015 transcurre, sin mucha memoria y análisis, la primera década del actual proceso de reforma de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), cuyo inicio formal lo marca la aprobación en el Congreso Nacional de su nueva Ley Orgánica el 31 de diciembre de 2004 y que entró en vigencia a partir de su publicación oficial en el diario La Gaceta en febrero 2005.
Para mí, lo admito, sigue siendo una sorpresa ver al final del decreto las firmas de Ricardo Maduro, Porfirio Lobo Sosa y Juan Orlando Hernández, así como leer en uno de los considerandos que “con el objeto de que la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), cumpla a cabalidad con sus funciones básicas de investigación propedéutica, docencia, excelencia, investigación científica y extensión, capacitación docente y orientación académica, como agente de cambio de la realidad nacional, requiere en este momento histórico de una profunda transformación de sus estructuras de gobierno, funcionalidad y transparencia en su gestión presupuestaria”.
Sorpresa, digo, porque el consenso político de los poderes Ejecutivo y Legislativo de entonces a favor de establecer los “preceptos legales que propicien la calidad académica y controlen el uso adecuado, racional y eficaz de la asignación presupuestaria que constitucionalmente le es privativa, administrándola con transparencia y absoluta legalidad”, supuso, en términos prácticos, el cese del control absolutista de su propio partido, el Nacional, de la institucionalidad universitaria y la apertura de un proceso de despolitización partidarista de la misma.
Aquella, quiérase que no, fue una histórica decisión de Estado, de similar trascendencia a la adoptada el 15 de octubre de 1957 por la Junta Militar de Gobierno cuando aprobó, por medio del Decreto No.170, la existencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), como una institución autónoma, con una asignación presupuestaria no menor del seis por ciento (6%), confiriéndole, entre otras facultades esenciales, la exclusividad de organizar, dirigir y desarrollar la Educación Superior y profesional del país.
La decisión de la Junta Militar de Gobierno se comprende más en el contexto histórico de los años 50, quizá la década de cambios más intensa y paradójica en la historia de Honduras, y en el interregno que supuso la administración del llamado triunvirato, sin embargo, la coyuntura del 2004-2005 es menos clara.
Si la de 1957 fue resultado de un proceso histórico, la de hace diez años fue, más bien, una interrupción histórica puesto que el mandato del modelo de ajuste neoliberal seguido por Maduro se orientaba a la privatización de la institucionalidad pública estratégica y no a su “desprivatización”, porque, al margen de que los legisladores lo hayan tenido claro o no, la reforma se encaminó precisamente a eso, a desprivatizar la universidad del control de gremios, de partidos políticos y de intereses sectarios ajenos que la tenían secuestrada y en plena decadencia.
No fue de un poderoso y combativo movimiento social interno de la universidad de donde partió la demanda de la reforma. Al contrario, entre sus muros la armonía era plena entre la cúpula gremial y las autoridades administrativas en el reparto de privilegios y de la corrupción. Los reformistas, los que cumplían su labor y al mismo tiempo denunciaban el desastre, veían su racionalidad académica atrapada e impotente.
Las circunstancias en las que se gestó la reforma de la Ley Orgánica y los protagonistas de la misma aún están pendientes de que se extraigan de ellas importantes lecciones históricas, válidas en nuestra actualidad, tan maniquea y acosada por falsas polarizaciones. Sin duda hace falta abordar con detenimiento sus causas (¿un modelo económico al que no le servía el atraso de la academia, cierto hartazgo por la voracidad presupuestaria extrema y manifiesta de intereses gremiales y particulares para su propio provecho, disputas de poder dentro del Partido Nacional y los conflictos asociados, una falta de medición de las consecuencias?…) en fin, pudieron ser múltiples las razones, pero la sorpresa aumenta con la designación, también política, de la Comisión de Transición, integrada por ciudadanas y ciudadanos conscientes de su labor y preparados para participar en la toma de decisiones.
Contrario a la tradición nacional de que a una buena ley de políticas públicas se le da un seguimiento para que fracase, la nueva Ley Orgánica de la UNAH cayó en buenas manos, capaces de comprender la necesidad de iniciar una reforma intensa y de larga duración, como desafío prioritario de la universidad nacional.
Como todo proceso de cambios estructurales, el camino recorrido en los últimos diez años ha sido complejo; conflictivo, como la vida misma. La Comisión de Transición no escapó a los sobresaltos y contradicciones internas, pero sentó las bases y sobre ellas se ha levantado la reforma. Si el equipo que lideró el Doctor Jorge Haddad legó la gobernabilidad normativa y la visión estratégica de la UNAH, a la Rectora Julieta Castellanos le tocó encabezar el esfuerzo de conquistar la gobernabilidad política y, con cada espacio ganado a la corrupción, avanzar en la gobernabilidad académica, la más difícil de todas porque vuelve el aula el escenario de la lucha.
Por fortuna, una década después, el llamamiento de la reforma logró la implicación y el compromiso de un conjunto de estudiantes, educadores, funcionarios y autoridades que asumen como suyos “los desafíos de los nuevos tiempos y los requerimientos actuales de todos los sectores de la sociedad hondureña respecto al quehacer de la Universidad Nacional” (Considerando de la Ley orgánica).
Evidentemente, diez años no es tiempo suficiente para transformar la universidad. Sobre todo a partir de los últimos conflictos, se ha ratificado que toda reforma a fondo tropieza con muy serias dificultades, fruto de actitudes, intereses y de hábitos fuertemente enraizados. Por ello, si un desafío queda claro de estos días de incertidumbre, es entender que la reforma universitaria se juega su futuro hoy, no mañana, y que se precisa multiplicar los esfuerzos hasta conseguir para ella un efecto irreversible.
Los dos años que restan de esta administración podrán contribuir en esa dirección en la medida en que quienes trabajamos por su sostenibilidad y desarrollo, desde distintos ámbitos, sepamos convertirla en un instrumento común y participativo, a partir ya no sólo de su ley, sino desde la atención y rigor con que trabajemos y profundicemos en las relaciones ciencia-tecnología- sociedad-ambiente-democracia y estado que es su razón de ser.
En ese propósito no hay un pilar universitario por encima de otro. La docencia, investigación, vinculación y administración tienen el reto de potenciarse mutuamente y generar nuevas iniciativas hasta lograr que la reforma impregne al sistema educativo en su conjunto. Hay mucho por hacer frente a tanto reto y piedras en el camino. La reforma no es la que uno se sienta a esperar a que llegue, sino aquella a la que se sale a su encuentro y se potencia. Al menos ese debiera ser la meta de quienes tenemos el privilegio de ser universitarios.
(*) Periodista, miembro de la Junta de Dirección Universitaria.
Fuente: Presencia Universitaria
Author: Edwin Molina
Estudiante de Derecho UNAH-VS | MIlitante del FRU UNAH-VS